Hasta el 6 de enero, el presidente republicano había imaginado una etapa pospresidencial en primera línea de fuego. El asalto al Congreso le deja más solo y silenciado que nunca
Silenciado en las redes sociales, repudiado por el establishment republicano, abandonado por un rosario de sus altos cargos de su Gabinete y derrotado en las urnas, nunca Donald Trump ha estado tan solo como estos días. Su última gran batalla contra el sistema de Estados Unidos, revocar el resultado de las elecciones presidenciales esparciendo acusaciones infundadas de fraude, sirvió de prueba final para las fidelidades, también para las fortalezas democráticas, y al presidente le salió mal.
William Barr, nombrado fiscal general por el propio Trump, no encontró base de esa supuesta gran operación corrupta antes de dimitir en diciembre; los funcionarios republicanos de los Estados cuyos escrutinios el mandatario discutía resistieron sus presiones; el Tribunal Supremo, de mayoría conservadora y con tres de los nueve magistrados nombrado por él, decidió por unanimidad no involucrarse; y en el último momento, el pasado miércoles, cuando el Congreso debía certificar en Washington la victoria electoral del demócrata Joe Biden, solo un puñado de legisladores acólitos se animaron a torpedearlo.
Ese día, escrito ya para siempre en los libros de historia, el magnate neoyorquino pensaba hacer una nueva demostración de fuerza. Por la mañana, antes de que los miembros del Capitolio se reunieran para ratificar a Biden, convocó un mitin junto a la Casa Blanca ante una cantidad ingente de seguidores que habían llegado de todo el país. Luego, los animó a marchar a protestar ante el Congreso, a ser fuertes, a recuperar el país sin debilidad.
Hasta el 6 de enero, Donald Trump había preparado una etapa pospresidencial en primera línea de fuego, mantenerse como una voz preeminente del electorado conservador. Había adelantado incluso sus intenciones de volver a presentarse a las elecciones de 2024 y, según hizo saber su entorno a la prensa, pensaba anunciarlo formalmente el mismo día en el que Joe Biden tomase posesión, el 20 de enero. A nadie le gusta tanto un buen espectáculo como a este constructor de 74 años que ganó la presidencia más poderosa del mundo saltando a la política desde los programas de telerrealidad. Molesto con la línea de la cadena conservadora Fox —otro abandono, para su gusto—, pensaba lanzar una plataforma propia para seguir conectando con sus bases. La batalla de fondo era el control del electorado republicano. Algunos miembros de su familia, como su hija, Ivanka, o su hijo mayor, Donald, también han sopesado lanzarse a alguna carrera política. En definitiva, para los Trump la política no había hecho más que empezar.
Todos estos planes se han complicado para Trump tras el asalto violento de sus ultras al Congreso, una revuelta instigada por su campaña de los últimos meses en la que han muerto cinco personas y que ha puesto la imagen de Estados Unidos, la democracia más poderosa del mundo, a los pies de los caballos.
El Departamento de Justicia no planea, hoy por hoy, imputar delitos de incitación a la violencia al mandatario o a otros de los que hablaron en ese mitin del miércoles por la mañana junto a la Casa Blanca (como su hijo Donald Jr.), donde se prendió la mecha, según ha avanzado el fiscal Ken Kohl, de la oficina del ministerio público de Estados Unidos en Washington. Sin embargo, el Partido Demócrata sí amenaza con someterle a un impeachment, es decir, un juicio político en el Congreso para decidir su destitución, a no ser que dimita o su propio Gabinete lo deponga apelando a la enmienda 25ª de la Constitución (estas dos últimas opciones, improbables).
A Trump le queda poco más de una semana en la Casa Blanca, pero, de salir declarado culpable en dicho proceso, el Senado podría votar también para incapacitarle como candidato en el futuro. El impeachment tiene el camino despejado en la Cámara de Representantes, que comienza el proceso y es de mayoría demócrata, pero se antoja complicado en el Senado, donde se celebra el juicio político en sí y que solo puede condenar a un presidente con dos tercios de los votos, que actualmente el partido de Joe Biden no tiene.
“Es muy difícil que les dé tiempo a todo esto; lo que los demócratas quieren hacer es dañarlo políticamente, prevenir que pueda volver a presentarse a las elecciones en 2024 y buscan el apoyo de los republicanos para eso, pero esa no es su prerrogativa, es una prerrogativa de los votantes”, considera el jurista republicano Robert Ray, que actuó como fiscal independiente del caso Whitewater, un escándalo inmobiliario que salpicó a Bill y Hillary Clinton en los noventa.
A Trump le aguardan los tribunales cuando deje el Gobierno, más allá de los episodios violentos del Congreso. La fiscalía de Manhattan está investigando su historial tributario y, tras ganar en el Supremo, tendrá acceso a ocho años de sus declaraciones, dentro de unas pesquisas sobre los pagos a mujeres para callar posibles infidelidades durante la campaña de 2016 y sobre un posible fraude fiscal. Además, la fiscal de Nueva York Laetitia James está explorando posibles cargos contra su empresa constructora por alterar el valor real de sus activos para obtener préstamos.
El Departamento de Justicia también tendrá vía libre para reactivar el caso de obstrucción a la justicia durante la investigación de la trama rusa —ya no sería un mandatario inimputable— y, por otra parte, siguen los pleitos por su conducta personal: una demanda de su sobrina, Mary Trump, por fraude en una herencia y dos por difamación, uno de ellos, de la escritora E. Jean Carroll, que lo acusa de una agresión sexual supuestamente cometida en los años noventa.
Estos asuntos, con todo, ya se encontraban sobre la mesa antes de las elecciones y no erosionaron el apoyo al mandatario, que perdió, pero logró 74 millones de votos, casi 12 millones más que en 2016. La cuestión es si el magnate podrá mantener su fuerza de tracción con las bases a partir de ahora; si realmente, como clama él, puede seguir siendo el líder de los votantes conservadores una vez expulsado del poder político, con menos atención mediática y otros republicanos ya pensando en borrarle del mapa para lanzarse a la carrera por la Casa Blanca.
Para el estratega político Rick Wilson, uno de los fundadores de The Lincoln Project, una plataforma de republicanos contra Trump, el presidente ha perdido “su superpoder”, es decir, su altavoz en las redes sociales, Twitter y Facebook, “y no podrá comunicarse con sus seguidores tan fácilmente como antes”.
Wilson matiza el peso de esos 74 millones de votos que Trump recibió en las elecciones, y advierte de que la mitad de ellos son “republicanos conductuales”, es decir, que “votarán a los republicanos pase lo que pase, porque para ellos las elecciones son una disyuntiva entre socialismo y libertad, la luz y la oscuridad, y el bien y el mal”. Luego, añade, queda esa otra mitad que participa del culto a la figura del magnate neoyorquino. “Pero el gran cisma que afronta esta nación es si las personas que se llaman a sí mismos republicanos, que creen en los principios conservadores, están bien servidos con Trump”. Para el Partido Republicano, dice, lo ocurrido esta semana ha sido “devastador”.
Se ha hablado mucho de los próximos movimientos de Trump. Renegado como neoyorquino, por conveniencia fiscal principalmente, se espera que se traslade a Florida. A un personaje tan irrepetible como este, alérgico a las derrotas y orgulloso hasta la agonía, no se le puede dar por borrado del mapa. Si ve opciones, seguirá batallando por el control del votante republicano, pero ya nadie cree que se anime a convocar otro mitin coincidiendo con la toma de posesión de Biden.